Las casas y los cuidados: Una mirada feminista

Si pensamos en nuestras casas, pensamos en espacios de recogimiento y descanso, pero detrás del «hogar dulce hogar» se esconde un lugar de trabajo. En las viviendas realizamos la mayoría de tareas relacionadas con la nutrición, el vestir, la salud preventiva y el apoyo anímico y educativo de nuestro núcleo familiar más cercano. Los «cuidados» son, en la definición de la politóloga feminista Joan Tronto, «todo lo que hacemos para mantener, continuar y reparar nuestro ‘mundo’ para que podamos vivir de la mejor manera posible. Ese mundo incluye nuestros cuerpos, nosotros mismos y nuestro medio ambiente». Sin embargo, las casas en las que vivimos actualmente no facilitan estas tareas, no fueron diseñadas para poner los cuidados en el centro.

Durante siglos, las casas han sido el territorio de «la perfecta ama de casa», cuyo rol era ofrecer un amor abnegado e incondicional a la familia. Esto permitía, como apuntó Yayo Herrero en su reciente charla en el Club Diario, que el marido pudiera vivir «desconectado de su cuerpo». Afortunadamente vamos dejando esto atrás, pero los espacios arquitectónicos son reticentes al cambio. La arquitectura ha sido una profesión masculina desde su origen, aunque cada vez seamos más las arquitectas-mujeres. Como apunta Zaida Muxí en ‘Mujeres, casas y ciudades’, los referentes que se estudian en la universidad siguen siendo obras de arquitectos-hombres que no atienden a las experiencias de los cuidados y responden poco a las necesidades reales de la vida cotidiana.

Nuestras casas se componen de una serie de espacios monofuncionales ya predefinidos. No hay más que ver los anuncios de las inmobiliarias: «sala de estar, dos dormitorios, cocina y baño». Es difícil creer que las diferentes formas de habitar, de ser, de relacionarse, de configurar familias, puedan reducirse a eso. Además, esta lista refleja otra cosa: una jerarquía en las estancias, unas son centrales y otras periféricas. Este orden predefinido obedece a una realidad cada vez más alejada de lo que ocurre y queremos que ocurra en nuestras casas.

Un caso paradigmático es la cocina. Una cocina de dimensiones minúsculas, aislada, mal iluminada ¿facilita cocinar en pareja? ¿Ayuda a niños y niñas a ir aprendiendo a alimentarse de una forma sana y autónoma? ¿Permite disfrutar del acto social de cocinar entre amigos, tal y como lo promueven, por ejemplo, los concursos televisivos? Si se ha tendido a cocinas más abiertas no ha sido para dar respuesta a las demandas del feminismo, sino para economizar al máximo el espacio. La cocina no merece ser espaciosa y estar bien iluminada porque sigue considerándose un espacio periférico. Está destinado, por tanto, a ser utilizado por una «persona periférica». Y las cocinas aparentemente más innovadoras, son básicamente espacios en los que presumir de electrodomésticos de diseño y vinoteca, no para cocinar en el día a día con comodidad y criterios de igualdad.

Otro buen ejemplo es el ciclo de la ropa, que debería pensarse como la cadena de producción de una fábrica. La ropa sucia se genera en habitaciones y baños. De ahí se lleva a la cocina, donde, sin causa objetiva, se encuentra la lavadora. La razón, quizás, es que allí solía estar «la persona que va a encargarse de ello». Tender la ropa es un problema mal solucionado en casi todas las casas. La ropa se recoge, se dobla, se plancha (si se plancha) y finalmente se guarda de nuevo en las habitaciones. Si defendemos que el trabajo doméstico es trabajo, pensémoslo desde una perspectiva de optimización del trabajo: ¿Es realmente necesario que la ropa recorra todas las estancias de la casa?

Las casas donde habitan menores se convierten en guarderías en las que las estancias pierden su función original, en aras de un uso «temporal» que va a alargarse durante años. La sala se convierte en una ludoteca repleta de juguetes por ser el único lugar donde se puede vigilar a las criaturas mientras se realizan otras tareas. Una mala distribución afecta también a la vida individual y en pareja de padres y madres.
Y por último, la limpieza. Mientras soñamos con casas robotizadas que se limpian solas, e invertimos dinero en robots que aspiran, los arquitectos (y las arquitectas) todavía somos incapaces de diseñar teniendo presente, por ejemplo, que un armario exento acumulará más suciedad que uno empotrado, o que una mampara de ducha mal planteada puede ser nuestra peor pesadilla.

Una arquitectura que ponga los cuidados en el centro es un concepto relevante pero todavía poco desarrollado. El diseño de nuestras viviendas y de nuestras ciudades reproducen las estructuras de poder y los roles de género que rigen nuestra sociedad. Si observamos bien las dificultades de la vida cotidiana, podremos aplicar nuevas miradas a nuestras viviendas. Las feministas tenemos el desafío de reivindicar espacios no patriarcales y de reinventar las casas del futuro. ¡Viva el 8M, en las calles y en las casas!

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